«Greed is Good», decía orgulloso Gordon Gecko en los 80. El modelo de los yuppies, exitoso y ricachón, sin asco en destruir compañías sólo para obtener ganancias con la pasada entre la compra y la venta de acciones, la personificación del hombre de negocios exitoso, el monstruo que nos mostró Oliver Stone en su película de 1987, se convirtió en el modelo a seguir en los 90. En la década del 2000 superaron tanto al modelo, que Gecko quedó como una simple caricatura inofensiva. Porque fueron estos personajes, de carne y hueso, los que crearon las grandes crisis que han azotado a la economía mundial, desde la brubuja de las punto com en adelante.
Acá también tuvimos a nuestros geckos criollos. Dávila fue uno de ellos, pero los más peligrosos siguen en activo, calladitos, refugiados tras sus pantallas moviendo números de aquí para allá, en una economía de casino que me importaría un pepino si no fuera porque gracias a la dictadura militar, mis ahorros previsionales se usan como combustible para la especulación. Porque el que pierde con sus movidas soy yo. ellos se siguen llevando su tajada, y les importa un pimiento arruinar a los demás.
Hoy la conferencia episcopal publicó una carta donde pide perdón por los abusos contra menores, pero que creo que es mas fuerte por su llamado a pensar sobre el Chile actual, poniendo el dedo en la llaga: la avaricia y la usura.
«Chile ha sido uno de los países donde se ha aplicado con mayor rigidez y ortodoxia un modelo de desarrollo excesivamente centrado en los aspectos económicos y en el lucro (19). Se aceptaron ciertos criterios sin poner atención a consecuencias que hoy son rechazadas a lo ancho y largo del mundo, puesto que han sido causa de tensiones y desigualdades escandalosas entre ricos y pobres.
Por promover casi exclusivamente el desarrollo económico, se han desatendido realidades y silenciado demandas que son esenciales para una vida humana feliz. La tarea central de los gobiernos parece ser el crecimiento financiero y productivo para llegar al tan anhelado desarrollo. Tal vez hemos tenido la ilusión de que del mero desarrollo económico se desprenderían en cascada por rebase todos los bienes sociales y humanos necesarios para la vida. Ese modelo ha privilegiado de manera descompensada la centralidad del mercado, extendiéndola a todos los niveles de la vida personal y social. La libertad económica ha sido más importante que la equidad y la igualdad. La competitividad ha sido más promovida que la solidaridad social y ha llegado a ser el eje de todos los éxitos. Se ha pretendido corregir el mercado con bonos y ayudas directas descuidando la justicia y equidad en los sueldos, que es el modo de dar reconocimiento adecuado al trabajo y dignidad a los más desposeídos. Hoy escandalosamente hay en nuestro país muchos que trabajan y, sin embargo, son pobres (20).
Movidos por motivos aparentemente razonables, propios de un desarrollo económico acelerado, se postergan medidas que retardan hasta lo inaceptable una mejor distribución y una mayor integración social. Esto se da, por ejemplo, en la dificultad de revisar el sistema impositivo. El argumento de que un cambio retrasaría el crecimiento puede ser falaz, porque un paso más lento puede conseguir que nuestro andar sea más seguro y sustentable para llegar a la meta de ser un país genuinamente desarrollado y en paz.
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La economía ha ocupado una centralidad en desmedro de otras dimensiones humanas. Se han desarticulado muchas redes sociales, se ha acentuado la competitividad, se han descuidado los aspectos políticos de la realidad, se ha afectado el fondo de la vida familiar.
La participación en el consumo febril es más importante que la participación cívica o la solidaridad para la realización de las personas. Se presenta ese consumo como lo único capaz de dar reconocimiento público y felicidad. Todo se convierte en bien consumible y transable, incluida la educación. Es natural que en este cuadro los menos favorecidos en el presente se sobre endeuden hasta lo inhumano para participar del producto del desarrollo, destruyendo por ese camino el bienestar familiar e hipotecando su futuro. Se trata de una nueva forma de explotación que termina favoreciendo a los más poderosos y aislándonos.
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En un país marcado por profundas desigualdades resulta extremadamente injusto poner al mercado como centro de asignación de todos los recursos, porque de partida participamos en ese mercado con desigualdades flagrantes. El barrio en que vivimos, el colegio y la universidad en que estudiamos, la redes sociales que tenemos, el apellido que heredamos, distorsionan radicalmente lo que en teoría debería ser un escenario donde todos tengamos las mismas oportunidades. La partida desigual y la competencia descontrolada no hacen sino ampliar la brecha cuando se llega a la meta. El resultado final es que nos encontramos en un país marcado por la inequidad.
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En Chile el nivel de desarrollo económico alcanzado convierte a la realidad desigual en algo explosivo. Las movilizaciones sociales justas en sus demandas pueden poner en peligro la gobernabilidad si no existen adecuados canales de expresión, participación y pronta solución. Ya no se acepta más que se prolonguen las diferencias injustificadas. La desigualdad se hace particularmente inmoral e inicua cuando los más pobres, aunque tengan trabajo, no reciben los salarios que les permitan vivir y mantener dignamente a sus familias.
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En este contexto social, el lucro desregulado, que adquiere connotaciones de usura, aparece como la raíz misma de la iniquidad, de la voracidad, del abuso, de la corrupción y en cierto modo del desgobierno (22).
No es extraño que esta concepción marque profundamente la educación, uno de los ámbitos de nuestra sociedad donde se manifiesta más claramente la inequidad. La amplia cobertura alcanzada por nuestro país en este campo ha puesto sobre el tapete las diferencias infranqueables en calidad. Por eso mismo, la educación es el ámbito donde el «lucro» es rechazado con mayor vehemencia. No podemos, sin embargo, tranquilizar la conciencia centrándonos sólo en el lucro o echándole la culpa de los males a la calidad de los profesores, que ciertamente tiene que mejorar. La más elemental honradez y justicia nos obliga a ir más a fondo en el análisis hasta llegar a la raíz del problema.
Preocupa que en nuestras universidades la formación de las élites esté centrada en su aporte a la productividad y en la eficiencia económica, y no en el sentido ético y en la preocupación por la calidad de la existencia humana. En la actual cultura se hace indispensable repensar al ser humano y su destino para que él pueda desempeñar su papel como sujeto de la historia y como destinatario del progreso, dando espacio al sentido más profundo de la vida humana.
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Frente a un individualismo creciente, Jesús nos enseñó que lo más humano es vivir para los demás. El resumió y completó todas las Escrituras en un mandamiento nuevo: «ámense como yo los he amado (28). Ahí está el secreto de toda vida social plena y el camino para la felicidad tan añorada. Nos puede asustar el como , porque Jesús nos amó hasta el extremo , sin embargo, ese como se manifiesta como camino que lleva a la vida.
Poco a poco hemos ido confundiendo el concepto de persona con el concepto de individuo. El individuo es un ser separado de los demás. Por el contrario, la persona es un ser que vive en relación con los otros (29). Dios y nosotros, que somos su imagen, somos personas porque vivimos en relación. Vivimos y existimos porque nos aman y porque amamos.
El confundir el profundo concepto de la persona con lo que es el individuo ha creado una sociedad de individuos, donde cada uno compite, busca su éxito y se aísla. Es una cultura que rompe solidaridades y crea soledad. Vivimos masificados, pero en una soledad creciente y brutal. La masa es un agregado de individuos mientras la comunidad es un conjunto de personas que, conservando su individualidad, se dan unos a otros. Con un individualismo donde cada uno tiene que triunfar a codazos, se despedaza la esencia social del ser humano.
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En esta sociedad centrada en lo económico, en el lucro y no pocas veces en la usura, donde todo es medido por el dinero, donde se confunde el valor con el precio, Jesús nos enseñó que lo más humano de lo humano no tiene precio, pero tiene máximo valor. Lo más humano no se compra ni se vende: se da y se recibe como un don, comenzando por la vida, la amistad y la alegría. Nadie puede comprar una sonrisa. Hoy parece ser más importante una factura comercial que una carta de amor. Una obra de arte vale por los dólares que se pagan por ella en las subastas más que por su belleza. La tarjeta de crédito ha adquirido un valor casi sagrado. La poesía se ha convertido en prosa.
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En esta sociedad pragmática y productivista no se valora ni se educa para la amistad, la contemplación, la humilde alegría, el juego, ni mucho menos para el descanso. La poesía, el arte y la belleza son expresión de esta dimensión ineludible de lo humano y lo divino. El mercado tiene poco o nada que decir frente a esta realidad.
Ligada a la visión de gratuidad frente al universal deseo de lucro, está la visión de la vida como servicio. En un mundo donde los alumnos suelen entrar a las universidades para aprender y salir para lucrar, la idea es formarlos en un humanismo que les permita entrar para aprender y salir para servir, para entregarse a los demás, a su familia y a su sociedad. Nuestra fe no desprecia el trabajo ni el esfuerzo, pero la razón última de ese trabajo es el amor y no la codicia; es el servicio y no el poder.»
(las negritas son mías)
Yo no soy católico, pero lo fui. Me retiré por opción de la iglesia cuando me enfrenté a los ritos y sinsentidos de la estructura de los hombres. Pero al leer esta carta me recuerda qué me sedujo de la religión, qué me hizo ser un miembro activo de mi comunidad y qué fue lo que encendió la llama social:
- «Dios y nosotros, que somos su imagen, somos personas porque vivimos en relación. Vivimos y existimos porque nos aman y porque amamos.»
- «Lo más humano no se compra ni se vende: se da y se recibe como un don, comenzando por la vida, la amistad y la alegría.»
- «Nuestra fe no desprecia el trabajo ni el esfuerzo, pero la razón última de ese trabajo es el amor y no la codicia; es el servicio y no el poder.»
En scouts aprendí que el mas fuerte protege al mas débil; que todos aportamos al equipo con nuestras distintas habilidades y sensibilidades; que todos somos valiosos cuando trabajamos en conjunto; que es gratificante enseñar y ayudar a formar a las personas; que el honor y el servicio son reales y deseables; que vale la pena postergarse si es por el bien común, porque la comunidad te dará más de lo que perdiste.
Hace mucho tiempo venía pensando mis valores ya no eran los de mi sociedad. Que la codicia, el individualismo y el consumismo habían ganado la batalla. Pero desde que los pingüinos se pusieron en movimiento, arrastrando a los universitarios, y éstos movilizaron al país completo en los últimos dos años, veo que la gente de mi país (y del mundo) parece estar en sintonía con estos valores pasados de moda. Que realmente somos muchos los que queremos una sociedad inclusiva, participativa, amorosa y solidaria. Que estuvimos adormilados, pero por fin estamos despertando. Y eso me llena de esperanza.
Para terminar, recordar a un grande que murió hoy: el padre Pierre Dubois, de la población La Victoria. Un hombre consecuente, valiente, que no dudó en entregar su vida para servir y defender a los indefensos. Una persona que realmente merece ser recordada:
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