La importación acrítica del movimiento «woke» está fracturando las luchas sociales en nuestro continente. Mientras la desigualdad, la corrupción y la pobreza golpean a millones, ¿nos estamos distrayendo con batallas identitarias que solo sirven al mercado? Un llamado urgente a no perder el rumbo.
La imposición cultural: ¿Copiamos sin pensar?
El «wokismo» llegó de EE.UU. como un paquete ideológico listo para usar. Y si bien América Latina está acostumbrada a ser un laboratorio de teorías anglosajonas, no por ello tenemos que seguir comulgando con ruedas de carreta. Nuestras luchas tienen raíces propias: desde las Madres de Plaza de Mayo hasta las feministas que tomaron las calles en Chile gritando «¡Y la culpa no era mía!». ¿Por qué sustituir ese legado con etiquetas como «blanco privilegiado» o «opresor», cuando aquí el mestizaje y la pobreza atraviesan a casi todos?
Ejemplo crudo: En México, mientras colectivos indígenas exigen agua y tierra, influencers urbanos debaten sobre pronombres no binarios en redes sociales. ¿Realmente estamos escuchando a quienes más sufren?
Cuando la lucha se convierte en mercancía
El neoliberalismo tiene una habilidad perversa: absorber discursos críticos y convertirlos en productos. Ejemplo claro es el «capitalismo woke», donde empresas globales adoptan mensajes progresistas como estrategia de marketing, sin abordar desigualdades estructurales. En Chile, por ejemplo, En Chile, Falabella —cadena retail que promueve campañas de diversidad en redes sociales— fue sancionada en 2022 por prácticas antisindicales, como reemplazar trabajadores en huelga y separar ilegalmente a dirigentes sindicales. La Dirección del Trabajo la multó y excluyó de contratos estatales por dos años. Este caso refleja una contradicción entre su imagen pública y la vulneración de derechos laborales.
Academia versus calle
El discurso «woke», pese a sus buenas intenciones iniciales, ha terminado percibiéndose como un lenguaje elitista y desconectado de las urgencias cotidianas de las mayorías. Mientras el 42% de los latinoamericanos vive en pobreza, priorizar debates sobre microagresiones o lenguaje inclusivo —sin abordar necesidades básicas como empleo, seguridad o acceso a salud— ha generado una brecha entre la retórica y la realidad. Este divorcio se agrava con fenómenos como la cultura de la cancelación, que, aunque busca accountability, suele sofocar el diálogo y alienar a quienes luchan por sobrevivir en economías informales o barrios marginados.
El problema no son los conceptos en sí, sino su aplicación rígida y descontextualizada. La interseccionalidad, por ejemplo, es una herramienta clave para entender cómo se entrelazan opresiones como el racismo, el clasismo o el machismo. Sin embargo, su uso dogmático —convertido en consignas como «todos los hombres son opresores»— ha derivado en culpabilización colectiva y esencialismo identitario, reduciendo las luchas sociales a etiquetas estáticas. Como señala el filósofo Jean-François Braunstein, este enfoque niega la agencia individual y borra matices históricos y culturales, simplificando realidades complejas en categorías maniqueas.
La raíz del conflicto está en imponer marcos académicos a realidades populares sin mediación. Llevar teorías anglosajonas a las calles latinoamericanas «a martillazos», sin adaptarlas a contextos marcados por el mestizaje, la informalidad laboral o la violencia estructural, no solo genera incomprensión: profundiza la desconfianza hacia movimientos que deberían unir, no dividir. La justicia social exige menos pureza ideológica y más empatía con quienes ven en el «wokismo» un lujo de élites, mientras ellos batallan por lo esencial: pan, dignidad y futuro.
La izquierda latinoamericana: ¿Perdiendo el norte?
Mientras la pobreza y la violencia sacuden barrios y campos, sectores de la izquierda latinoamericana parecen haberse enredado en debates abstractos, alejados de las urgencias de quienes los votaron. ¿Dónde quedó aquella izquierda que levantaba ollas comunes en las poblaciones, acompañaba huelgas obreras o defendía escuelas rurales? Hoy, algunos partidos autodenominados progresistas dedican más energía a imponer lenguaje no binario que a construir redes de apoyo.
Este giro hacia el elitismo teórico no solo desdibuja su identidad, sino que alimenta un caldo de cultivo para la derecha más radical. Cuando la retórica «woke» reduce la lucha de clases a una guerra identitaria donde «todo hombre cisgénero es opresor», se aliena a precisamente aquellos que deberían ser aliados: trabajadores, jóvenes de barrios populares y familias que priorizan comer sobre teorizar. Así, figuras como Javier Milei en Argentina —que promete «combatir el cáncer woke»— capitalizan el hartazgo popular, vendiendo soluciones simplistas a problemas complejos.
El resultado es paradójico: una izquierda que se cree vanguardista, pero cuyos discursos son funcionales al neoliberalismo. Solo es cosa de ver por qué salió Trump.
Volver a las raíces
América Latina no necesita importar luchas empaquetadas: tiene las suyas propias. El «wokismo», como fenómeno global, no es intrínsecamente negativo: ha puesto sobre la mesa opresiones históricas. Pero su adopción acrítica —sin filtros, sin adaptación a nuestras realidades mestizas y desiguales— corre el riesgo de convertir la justicia social en un teatro para el mercado.
La verdadera trampa no está en hablar de identidades, sino en permitir que estas se conviertan en mercancías o en armas de división. Mientras el 42% de la región vive en pobreza, no podemos darnos el lujo de reducir las luchas a una guerra de símbolos. ¿De qué sirve imponer pronombres no binarios en redes sociales si las comunidades indígenas no tienen acceso a agua potable? ¿De qué vale cancelar a un obrero por un comentario machista si su familia sobrevive con un salario de hambre?
La izquierda latinoamericana enfrenta una disyuntiva histórica: o revive su tradición de lucha junto al pueblo —donde las demandas de género, raza y clase se entrelazan sin jerarquías— o se convierte en cómplice involuntaria del neoliberalismo y la derecha más reaccionaria. Javier Milei, Trump y otros profetas del caos no ganan por sus ideas, sino porque han sabido capitalizar el hartazgo hacia una élite «progre» que predica inclusión mientras ignora el hambre.
El camino no es negar las identidades, sino anclarlas en un proyecto colectivo. La verdadera revolución no se twittea: se construye en los territorios.
Algo que deberíamos haber aprendido de cuando perdimos la constituyente.
Fuentes para profundizar (¡y cuestionar!):
«Izquierda no es woke» – Susan Neiman
«El capitalismo te vende hasta tu rebeldía» – Colectivo Lastesis
«Feminismos populares: La lucha que no se twittea» – Revista Crisis