Mientras los cárteles modernos operan en la clandestinidad, hubo uno que dominó el negocio de las drogas con tratados diplomáticos, buques de guerra y el respaldo de una reina. Esta es la historia de cómo el colonialismo británico convirtió el opio en un arma, China en un mercado cautivo y la adicción en política de Estado.
Cuando el imperio tuvo que elegir entre plata u opio
A principios del siglo XIX, Gran Bretaña enfrentaba una crisis comercial disfrazada de lujo: su aristocracia y clases medias estaban obsesionadas con el té chino. Este producto, símbolo de estatus, se importaba en cantidades masivas, pero China, bajo la dinastía Qing, no mostraba interés por los bienes industriales británicos. El resultado fue un déficit comercial que vaciaba las arcas británicas de plata, el metal que respaldaba su economía.
La solución no llegó de la innovación tecnológica ni del diálogo, sino de la explotación colonial. En la India, territorio bajo el yugo de la Compañía de las Indias Orientales, se identificó un recurso letal: el opio. Las fértiles tierras de Bengala y Bihar fueron convertidas en monocultivos de amapola, supervisados por un sistema de licencias y subastas que garantizaba ganancias astronómicas. Para 1820, la producción alcanzaba las 1.400 toneladas anuales, suficientes para intoxicar a un continente.
El plan era simple: usar el opio como moneda de cambio. En lugar de plata, los británicos pagarían el té chino con cajas de droga, creando un ciclo de dependencia económica y física. La Compañía de las Indias Orientales, una entidad privada con poder para declarar guerras y gobernar territorios, se encargó de la logística. Sus barcos, camuflados como mercantes, cruzaban los mares cargados de opio, mientras en Londres se celebraba el «milagro» de equilibrar la balanza comercial.
Adicción como estrategia de mercado
La venta de opio no fue un accidente histórico, sino una campaña meticulosa. Cuando el emperador Yongzheng prohibió su consumo en 1729, los británicos no se retiraron; se adaptaron. El contrabando se profesionalizó: barcos veloces como los clippers estadounidenses y británicos descargaban al amparo de la noche, mientras sobornos a funcionarios locales garantizaban impunidad.
Pero el verdadero golpe de genialidad mercadotécnica fue la creación de fumaderos. Estos establecimientos, decorados con sedas y lámparas de aceite, ofrecían una experiencia sensorial: el opio se preparaba en pipas de plata, acompañado de té y música. Los comerciantes británicos entendieron que la adicción requería ritualización. Para 1838, China tenía 12 millones de adictos, un ejército de consumidores que devoraba la producción completa.
La estrategia no se limitó a adultos. En regiones pobres, familias enteras vendían a sus hijos para financiar el vicio. El Imperio Británico, lejos de horrorizarse, midió el éxito en cifras: cada adicto representaba 1.5 taeles de plata anuales. Era capitalismo depredador en su forma más pura: convertir cuerpos en mercados y la miseria en ganancia.
La guerra que nadie quiere recordar
En 1839, el comisionado imperial Lin Zexu tomó una medida desesperada: confiscó y destruyó 20.000 cajas de opio británico en Cantón. Fue un acto de soberanía, pero Londres lo interpretó como un insulto. La respuesta no se hizo esperar: la Royal Navy, con sus buques de guerra equipados con cañones Paixhans (capaces de disparar proyectiles explosivos), arrasó puertos chinos.
La Primera Guerra del Opio (1839-1842) fue un conflicto asimétrico. Mientras China usaba juncos de madera y cañones anticuados, los británicos desplegaron tecnología de punta. El Tratado de Nankín, firmado bajo la amenaza de cañones apuntando a Nankín, no solo legalizó el opio, sino que impuso indemnizaciones millonarias, abrió cinco puertos al comercio británico y cedió Hong Kong.
La guerra marcó un precedente: por primera vez, una potencia usaba armas para proteger un negocio ilegal. Y no fue la última. La Segunda Guerra del Opio (1856-1860) profundizó la humillación: tropas británicas y francesas saquearon el Palacio de Verano en Pekín, un símbolo de la cultura china reducido a cenizas.
Un cártel con bandera y himno nacional
¿Qué separa al Imperio Británico de los cárteles modernos? Legitimidad y escala. Mientras los narcos operan en las sombras, Londres usó instituciones: la Compañía de las Indias Orientales tenía 260.000 soldados, más que el ejército británico, y controlaba el 50% del comercio global.
El opio financió infraestructura clave para la Revolución Industrial. Las ganancias pagaron el Ferrocarril del Gran Peninsular en India, fábricas textiles en Manchester y hasta el Museo Británico, cuyas colecciones se enriquecieron con artefactos saqueados. La reina Victoria, aunque distanciada públicamente del comercio de drogas, recibía informes detallados de las ganancias.
Un dato revelador: en 1870, el opio representaba el 15% del ingreso total de la India británica. Era un negocio tan vital que, cuando China intentó cultivar su propia amapola, los británicos respondieron con aranceles punitivos. El cártel no toleraba competencia.
La hipocresía como política de Estado
Mientras China se desangraba, Inglaterra cultivaba una doble moral. El opio era estigmatizado en suelo británico: su consumo se asociaba con «razas inferiores» y se prohibió en 1868. William Gladstone, primer ministro y crítico vocal de la droga, ocultaba que su fortuna familiar provenía de comerciantes de opio en India.
Esta hipocresía no era accidental. El imperio vendía destrucción ajena para financiar su «misión civilizatoria». Las mismas élites que donaban a hospitales y universidades en Londres invertían en plantaciones de amapola. El racismo científico de la época justificaba el doble estándar: los chinos, considerados «débiles de carácter», merecían su suerte.
¿Por qué sigue importando esta historia?
Las Guerras del Opio no son reliquias del pasado. Marcaron tres lecciones que resuenan hoy:
- Las drogas como arma geopolítica: Estados Unidos repitió el modelo con el crack en los 80, y algunos acusan a China de usar el fentanilo como herramienta de presión.
- La adicción como control social: Empresas tabacaleras y farmacéuticas han usado tácticas similares para crear mercados cautivos.
- Crimen con patente estatal: Cuando el narcotráfico se fusiona con el poder (como en el caso de los Contras en los 80), la impunidad es total.
La próxima vez que un político hable de «luchar contra las drogas», habría que preguntarle: ¿contra cuáles, y en beneficio de quién?